¡Cuántas veces, forasteros
transidos por la noche de ventisca,
al arrimarnos finalmente al fuego
de una posada, nos hallamos entre
los rostros cansados de nuestros enemigos!
Ciertamente, podríamos
alzarnos gritando; e incluso
desenvainar el cuchillo: y si por nuestro nombre
nos preguntan, quebrando la vajilla,
responder con los motes más agudos.
Pero, ¿quién saca provecho
de tanta fatiga? No las huestes, ni el corazón
cansado con la lluvia. Mejor fingirnos amigos,
extranjeros, o simplemente cobardes: tumbados en el banco
que se oculta entre la sombra de los resplandores,
con señas responder o con monosílabos
tirando de la capa hasta cubrirnos los ojos.
Mejor no tener prisa por saber
si uno es bueno o es malo:
tiempo hay de averiguarlo, y poco es el tiempo
de sacarle partido a la noticia.
Pero si esa duda os tortura, echad
una mano a sus perseguidores,
alentad al verdugo.
Para desenredar un enigma tan extraño
la muerte es el más seguro instrumento.
¡He visto morir a unos cuantos! Y un maleante
no muere así, sino gritando de miedo
como un niño; o insolente, con cara de héroe
y modos bruscos. Desesperado y a la vez
entero, tan fuerte que aún le quede paciencia,
sé que sólo muere un inocente.
Quien busca
encuentra. Para ahorrar madera
en vez de clavarlo en un cuadrado,
en un triángulo isósceles, en un círculo,
se le puede poner en una cruz.
La lavandera
He buscado la sangre
en ese rostro lívido, marcado
en la tela.
He golpeado la trenza de la colada
en la piedra de siempre
para borrar las marcas del pus.
He recogido la cesta. Me he puesto,
aún luchando, en camino.
Hay golpes y golpes. Hay heridas de refilón
que nadie puede sanar
y hombres que mueren a los ochenta años
por navajazos de la juventud.
No hay una regla. Hay quien se salva
y se mete a cura. Hay a quien la vista
se le cansa. A veces
los cuchillos salen del corazón
con la hoja por delante.
No pediré
consejo a diestra y manca.
Sé lo que tengo que hacer.
La cantidad de harina. No poner levadura.
Una mañana me alzaré al alba
como siempre, como ahora.
Es sólo una cuestión de espesor.
Vivo, seré
esta espada de los muertos
mirando el agua, la ceniza,
los humos de los mozos.
STABAT MATER
Madre
sentada en un corral de gallinas
más lejos que el alba del ocaso.
Con la forma de la cruz y la roca,
los brazos y el llanto calcinados,
tú, las sobras de las hienas y el viento,
-la capucha sobre la calavera desierta-
y qué pena mirarte, hijo mío.
Como mira la morera el gusano
el ánade siente la bota
el leño el hacha
y la viña al vendimiador siente
veo al Señor que se nutre llorando.